Font: Las Provincias, 1 de juny de 2008
Dice el refranero que la lluvia de mayo es la más deseada. Porque con el caluroso verano al acecho esa agua, cuando no se la espera, al campo le viene de perlas. Pero la de este mayo le ha sentado mejor a la ciudad. Barcelona, con las reservas hídricas exhaustas y la esperpéntica imagen del primer barco cargado de agua llegando al puerto, ha recibido una lluvia generosa que esa sí ha sido agua de mayo. Pocos días antes (ya nadie confiaba en que lloviese) los gestores de la crisis concluyeron que no había que marear más la perdiz. El agua vendría, prolongando el minitrasvase de Tarragona, del Ebro. Faltaba decidir su nombre que, inconvenientes de enrocarse más de lo razonable, no debe llamarse como la tubería madre de la que nace. Atípico caso de bastardía éste.
Pero si difícil es que una lluvia merezca más la acepción que el refranero otorga al episodio que se comenta, más extraño será que otra evidencie con tanta claridad las incoherencias de esta política. Aragón, vistas las tribulaciones de Barcelona el año de su EXPO justificaba con boca pequeña la obra. Pero claro, en cuanto los embalses se han recuperado, tiempo ha faltado para pregonar con voz potente que la recurriría al Constitucional. Tan alto sonó que la Generalitat de inmediato dijo Diego donde decía digo. Tras el venturoso anuncio del final de las restricciones, un día tardó en restablecer la situación de emergencia que justificaba el minitrasvase. No en vano su prolongación peligraba. Lo que, vivir para ver, no era el caso de los barcos. Tanto por coherencia (evidenciar que se estaba a todas) como porque se pagaron por adelantado, aún siguieron llegando unas semanas más como parte de la penitencia a cumplir por tanta improvisación. La segunda parte de la penitencia es la marcha atrás del minitrasvase, evidencia de una planificación hidrológica al albur de la meteorología y carente de rigor.
Pero aún más ha dado que hablar la otra coartada del minitrasvase, la compensación económica a los regantes del Ebro con el compromiso de invertirla en modernizar el riego para ahorrar el agua a ceder. No trascendió el precio pactado, pero atendiendo a los antecedentes no sería poco. En 2007 agricultores de Murcia pagaron a regantes de Estremera seis millones de euros por 31 Hm3 (0.20 €/m3). Sin duda obtuvieron la cosecha de su vida, dando sentido al refrán hacer de la necesidad (sequía) virtud. Pues bien a ese precio unitario los 50 Hm3 a trasvasar a Barcelona valían diez millones de euros. Una menudencia comparados con los cuarenta y cuatro millones habilitados para pagar los barcos. E incluso, era agua de boca (así se la llamaba, aunque casi nadie beba ya del grifo) el precio acordado sería mayor. Para muestra un botón. Los regantes del Vinalopó han cedido derechos a una embotelladora (eso sí será agua de boca) a un precio seis veces mayor (1.2 €/m3). Vistos estos encajes de bolillos, no extraña que los regantes del Ter (ceden gratis su agua a Barcelona) abucheasen a Montilla con todas sus fuerzas en su visita a Torroella. Y fácil es imaginar la cara de los del Ebro al conocer la derogación final del minitrasvase. La de una novia abandonada a la puerta de la iglesia.
No acaban ahí las incoherencias. Porque mientras se reinventa el castellano para no llamar las cosas por su nombre, Aragón blinda el Ebro, no para preservar su medio natural, sino para destinarlo a usos de dudosa rentabilidad. Castilla La Mancha anuncia el final del Tajo Segura mientras seca el Júcar para regar cereales subvencionados. Murcia proclama por doquier el lema Agua para Todos, copiado del Panel Mundial para la Financiación del Agua aunque con otro punto de mira. El eslogan del Panel de Naciones Unidas apunta a los problemas de financiación de las infraestructuras en los países en desarrollo, para nada al trasvase de recursos. Y Valencia, en fin, sólo tiene ojos para el Ebro mientras, para reforzar sus argumentos, demoniza las desaladoras. Cada loco, pues, con su tema.
Y en estas se está, con el 2010 (ecuador de esta legislatura y año en que, según la Directiva Marco del Agua, DMA, habrá que recuperar todos los costes) ya ahí. Nada se ha hecho al respecto hasta ahora. Desde su publicación en el 2000, nadie ha movido ficha pese a que su entrada en vigor multiplicará, en media, por cuatro el precio del agua urbana. Una extraña unanimidad autonómica, pues no conviene olvidar que la sostenibilidad pasa por implantar tarifas que propicien el uso eficiente. Y es que los alcaldes, a la vez jueces y parte, no quieren ni oír hablar de subir el precio del agua, un requisito indispensable para renovar costosas infraestructuras cuya financiación europea ya ve su fin. Una situación, la de juez y parte, que afectará de lleno a los responsables del nuevo Ministerio del Agua. Ellos son quienes se opusieron a un incremento mínimo del precio del agua de riego (0,01 €/m3) propuesto por el extinto Ministerio de Medio Ambiente. A la nueva estructura, en teoría lógica (el ejemplo es Israel) no le será fácil ordenar este absurdo mundo.
La lluvia de mayo, pues, ha permitido salir de un monumental atasco mientras ha evidenciado que la política del agua descansa sobre arenas movedizas. Diseñada en los albores del siglo XX, no se ha adecuado a la problemática de hoy. Con las tensiones en aumento, sobre todo desde la aparición de las autonomías (el político, independientemente de su partido, defiende lo suyo) el edificio se cae. Pero como las tensiones territoriales dan pingües réditos electorales y, además, las más de las medidas que permitirían avanzar hacia un Discurso de Estado son impopulares, la acción política no avanza. Recuperar costes, incluidos los ambientales, encarecer el agua, hasta ahora casi regalada, no es plato de buen gusto. Como tampoco lo es aumentar el control, ordenando lo desordenado. Modificar el status quo (los intereses creados están muy consolidados) asusta al más pintado.
Pero es evidente que, con el paso del tiempo, las dificultades crecen. También es obvio que quienes asumen el poder deben ejercerlo con independencia del gusto del plato. La pasada legislatura faltó una hoja de ruta que, haciendo camino al andar, nos llevase hasta una política sostenible del agua. Ello exige definir reglas de juego que, presididas por la DMA, contemplen todas las ópticas e intereses, algo sólo posible con un Pacto de Estado. Mantener los discursos localistas es seguir caminando hacia ninguna parte. Con el cambio climático al acecho y con una sociedad cada vez más exigente, pero también más madura, hay que agarrar ya, en este comienzo de legislatura, al toro por los cuernos. Porque si, aunque impopular, lo que se hace está bien hecho, el coraje político tiene recompensa. Sobre todo para gestionar crisis venideras. No siempre una lluvia de mayo aguará un sainete como el que se ha representado entre Barcelona y Madrid.
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